El cantaor toledano triunfa en Colmenar de Oreja con el acompañamiento magistral del guitarrista local Antonio el Relojero
Fue Camarón, hombre de pocas palabras en público salvo las celestiales que regalaba a través de su cante, quien dijo que solo había dos tipos de flamenco: el que transmite y el que no. Aunque suene a simplificación, a blanco o negro, en esencia no hay más verdad que esa más allá de las divisiones académicas entre cante grande y chico. Como bien matizaba la añorada Perla de Cádiz, el cante lo hace grande o chico quien lo canta. Y así, en un arte universal que se nutre del sentimiento, ya sea el más triste o el más alegre, únicamente la capacidad de contagiarlo a quien escucha pone en valor su ejecución. No requiere esfuerzo. O te llega o no.
Israel Fernández transmite mucho y bien. Convergen en él la jondura, la entrega y el conocimiento del excelso pasado del cante, un listado que sería prácticamente interminable. Si a ello se suma la guitarra maestra y cristalina de Antonio el Relojero, que además jugaba en casa, pues blanco y en botella. Éxito arrollador de ambos en el teatro Dieguez de Colmenar de Oreja al que Fernández retornaba tras ganar en 2015 el concurso convocado en honor de Manuel Blanco, conocido artísticamente como ‘El canario de Colmenar’.
Fue ese certamen, tal y como contó él mismo Fernández entre cante y cante, el que unió, para gozo del flamenco, a esta pareja artística que ha alumbrado recientemente ‘Por amor al cante’, un disco en directo ortodoxo en el mejor sentido de la palabra. Cante por derecho, del de siempre, sin aditamentos, florituras impostadas, ni disparates tecnológicos por medio.
Por cierto, sería ya hora de plantearse dejar los móviles a las entradas de los conciertos (al menos en algunos); ya lo hace Bob Dylan en los suyos y no estaría mal que cundiera el ejemplo. De ese modo uno distinguiría si hay espectadores que aplauden al artista o a sí mismos por haber hecho una buena foto con esas luciérnagas tan modernas como irrespetuosas.
Más allá de esta digresión, el cantaor toledano (Corral de Almaguer, 1989) invitó a un viaje flamenco que pasó por los palos considerados grandes, con especial mención a la intensidad y jondura propia de la seguiriya, estremecedora de principio a fin, que también llevó a los espectadores a las minas de Levante con su taranta y más lejos aún, cruzando el charco, con la interpretación de una guajira muy personal, ese cante edulcorado de ida y vuelta que popularizaran cantaores como Marchena o Valderrama y que en su voz suena más desgarrado e impactante.
Fandangos personales del Niño Gloria, tientos-tangos, bulerías con especial recuerdo a Antonio el Chaqueta, una conmovedora granaína y un remate por fandangos ejecutados con una entrega encomiable que el público supo apreciar puesto en pie pusieron broche a una velada exquisita que reivindicó el cante por derecho, no ese flamenco “descafeinado” al que se refirió Antonio el Relojero (deliciosa su interpretación de 'Ojos verdes'). Eso que comúnmente se llama ‘flamenquito’ y que se tiene bien ganado el diminutivo.

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